15 ago 2010

Los embutidos yucatecos


Por: Narces Alcocer Ayuso

Yucatán siempre ha llevado su tranquila vida de manera autosuficiente, consolidando una cultura muy propia y de únicas características dentro de la República Mexicana. Entre las singulares costumbres está la de asignar nombres existentes a cosas de la región aunque esto no guarde casi relación alguna con aquello poseedor del nombre, por ejemplo llamarle “zorros” a las zarigüeyas, “lagartos” a los cocodrilos, “ciruelas” a las espondias o “abales”, etcétera. Sin embargo, el ingenio yucateco muchas veces trasciende y refrenda su validez no sólo entre sus exponentes sino en los ajenos, conservando la denominación de sus cosas hasta planos globales: es, aunque no es, pero ya es…

Con este breve comentario, respeto mi costumbre de iniciar los escritos con algún aspecto socio-cultural de los yucatecos ya que así es más fácil entender la fenomenología boxita, incluida la gastronomía como componente sustancial de toda cultura y sociedad en calidad, entre otras cosas, de arte.

Aún incierta la evolución de los gustos yucatecos en la carne, se desconoce el momento exacto del cambio que se dio del ganado vacuno hacia los cerdos como principal animal de abasto en la región y sobre todo la manera en la que los paladares locales fueron aceptando al marrano.

Analizando la Historia, hasta finales del siglo decimonónico Yucatán se caracterizó por una actividad ganadera relativamente grande considerando las limitaciones ecológicas que se tenían. Cuando el cultivo del henequén alcanzó dimensiones gigantescas, la zona ganadera fue diezmada y recluida al noreste del Estado, encareciendo los productos bovinos; las tierras de cultivo del agave fueron preponderantes y la exigua cría de animales se limitaba a la del hogar, a manera casi artesanal o de plano a la suerte de los animales que eran soltados cada mañana de su encierro para deambular por rumbo en busca de comida, retornando dócilmente por las noches con el amo.

En dichas condiciones el cerdo fue el rey de la supervivencia, prosperando su cría en toda comunidad yucateca. Aunque también descrito un gusto por los caprinos desde principios del siglo XVIII, fue seguramente la habilidad de supervivencia del cochino, su prácticamente gratuita manutención y mejor aprovechamiento de sus derivados lo que terminó eliminando a aquel otro animal. Además, las hembras de la especie eran más prolíficas y la obtención de un lechón eran más fácil y económica que la de un cabrito, lo que posibilitó su cría en sectores sociales que antes no poseían más que aves de corral a la par que los ricos hacendados acaparaban la actividad ganadera, finalmente abandonada por la henequenera.

Al resultar vencedor el cerdo, la gastronomía yucateca en su capítulo de carne roja se centró en él, inicialmente en el cerdo criollo también llamado “cerdo pelón”, algo parecido al bellotero aunque de menor tamaño, de excelente calidad (más tarde llegarían los cerdos de raza) y que fue llevado al borde la extinción, aunque gracias a un grupo de entusiastas ha resurgido su explotación en condiciones denominas hoy “orgánicas”. Se supo aprovechar todo del animal, quedando únicamente sus huesos como sobrantes.

A diferencia de los “profesionales” de la carne actuales, el carnicero de antaño casi siempre cebaba a sus animales de abasto, los sacrificaba, la hacía de tablajero, charcutero, quizá hasta de arúspice y lógicamente la de vendedor. Sin embargo debido a la escasa experiencia con el cerdo, en especial con la charcutería, establecieron un orden consagrado propio en la matanza del puerco y la disposición de sus restos, adaptándose la sociedad a ello sin exigir más allá toda vez que los gustos estaban cubiertos.

Una vez muerto el cerdo era pelado, desangrado y eviscerado; la cabeza era una pieza codiciada y en el mejor de los casos era repartida entre varios clientes; las vísceras duras, el estómago, epiplón y la empella eran destinados a freírse con el cuero o chicharrón, que en conjunto le llamamos en la tierra “chicharra”; los intestinos para embutidos, y el resto se vendía para la preparación casera. La manteca era vital pues hasta la segunda mitad del siglo XX no se usaba más que ello para freír (amén de la manteca vegetal de la hidrogenadora en época de escasez).

Casi todos los platillos principales de la cocina yucateca llevan cerdo: obviando a la “cochinita”, el frijol con puerco o los lomitos de Valladolid -las tres banderas porcinas-, contienen cerdo en proporciones hasta de 1:1 el relleno negro, el pavo mechado, el puchero, el pebre, los mucbilpollos, e incluso guisos tan plumíferos como el escabeche oriental incluyen en sus recetas originales manteca de cerdo.

Podemos referenciar la trascendencia del puerco pero merecen escritos aparte; nos adentraremos a los embutidos yucatecos. Por sus temperaturas, la región no se caracteriza por ser benévola para los productos frescos de origen animal, por tanto era necesario recurrir a métodos como la salazón y el ahumado con tal de conservar los cárnicos; en cuanto a los lácteos ni siquiera imaginarlo. A pesar del proceso de conserva que libraba el daño del calor, la humedad característica de la región representaba el siguiente obstáculo pues favorecía la aparición de hongos y levaduras –cuxum- que si bien no eran dañinos para la salud les otorgaba un sabor desagradable. Así, a pesar de los intentos por prolongar la vida de la carne, las técnicas tenían su límite y el tiempo de conservación que se lograba era más bien para soportar una estadía en la “despensa”, por tanto recién listos los productos eran demandados y era imposible esperar un añejado prolongado.

Recordando la falta de antecedentes, el yucateco no imaginaba el jamón, en parte porque sus vecinos consumidores de cerdo padecían de un clima similar que dificultaba su obtención y porque en el resto del país no se explotaba la cría de esos animales. Es así como nos limitamos en derivados cárnicos a unos cuantos embutidos, siendo estos el “choch”, la longaniza de Valladolid, el jamón crudo (que estrictamente no es un jamón) y la mortadela roja, todos diseñados para su presto consumo y conservación suficiente en los aparadores.

El “choch” es un embutido hecho a base de sangre, y aunque se conciba como una morcilla y se le nombre de tal forma en la misma sociedad yucateca, recordemos que lo que nombramos no siempre es tan acorde al patrón. La receta básica de una morcilla es sangre coagulada y grasa condimentas con hierbas, especias y otros ingredientes contenidos en una tripa delgada que generalmente es ahumada. La morcilla yucateca emplea exclusivamente el intestino grueso del cerdo, lleva sangre aproximadamente en un 40%, grasa en un 30% y el 30% restante va desde vísceras como el hígado, corazón y los exquisitos sesos, hasta generosos trozos de carne que le otorgan un “extra” muy especial; se condimenta con yerbabuena, cebollina (una variedad ácida de cebollín) y no se ahúma, se dispone de ella fresca y lleva dos caminos: se fríe con la manteca obtenida de la chicharra junto a cebollas y chiles verdes (que en la ciudad son reemplazados por x’cates o habaneros) y está lista para comer, acompañada de tortillas, salsa de tomate y una buena porción de frijoles; por costumbre suele refreírse en el hogar ya que se considera no cocida completamente como estrategia del vendedor para garantizar más peso en la báscula, también puede adquirirse cruda y cocerse por completo en la casa; con los residuos del “choch” incluida la manteca suelen prepararse “pimes”, tortas de masa de maíz cocidas al comal, o bien añadirse huevo. La otra forma de consumo es añadir el “choch” así simple a la “cochinita”o el “makum”, cociéndose dentro del guiso con las decenas de ingredientes restantes. En ambos casos es exquisita y con sabores diferentes una de otra.

El siguiente embutido por antigüedad es la longaniza de Valladolid, creada en el barrio de San Juan de dicha ciudad oriental por don Felipe Pérez Vázquez- tatarabuelo de este servidor- a finales del siglo XIX. Considerando la región, en la receta original del llamado “Rey de la longaniza” la carne de res acompañaba a la del cerdo en partes iguales para la manufactura del producto, incluso había una variedad hecha sólo con carne de res adicionada con grasa de cerdo. La tripa empleada es exclusivamente del intestino delgado y su limpieza es tediosa ya que es necesario retirar toda la mucosa y las vellosidades del tejido que corre siempre el riesgo de romperse.

La carne era molida en artefactos de mano y el picadillo era sazonado con recado rojo (achiote y vinagre) y pizcas de recado oriental (pimienta, clavo, orégano, tabasco, comino y ajo) con su carga exacta de sal. Se embutía a través de conos diseñados ex profeso y se dividía cada 40 ó 50 cm. Finalmente se colocaban las piezas en sogas de fibra de henequén colgadas sobre grandes tambores con brasas viejas, separadas de estas unos dos metros. Las longanizas eran dejadas ahumándose hasta alcanzar el punto ideal que por lo general se conseguía a partir de las 24 horas.

La longaniza es un componente básico de la gastronomía yucateca, puede consumirse sola frita o asada, rociada con jugo de naranja agria y acompañada de salsa de tomate u otras guarniciones. Su consumo más popular sin duda es frita en trozos con huevos revueltos, una buena porción de frijoles “colados” y la barra de francés. Otro conocido empleo es en el potaje (del francés pota u feu que más se asemeja a un fabada), sustituida en las nuevas generaciones por chorizo comercial.

El gusto de la longaniza de Valladolid es muy parecido al sabor de los embutidos asturianos, de hecho una de las primeras marcas en fabricarlas a gran escala fue Noreña, filial de la Procesadora del Sureste, empresa local fundada por un grupo de inversionistas entre los que figuraba don Gustavo Ricalde Durán; es interesante anotar que el nombre Noreña proviene de una ciudad española en la Comunidad de Asturias.

Así como aquella, otras empresas de embutidos comercializaron sus “longanizas” que ante la falta de restricciones era denominada criminalmente como “de Valladolid” sin serlo, no sólo por no provenir de la “Sultana del Oriente” sino por pervertir la receta desde sus ingredientes o la omisión del ahumado. Con el rechazo de la sociedad yucateca, varias de esas comercializadoras resolvieron en re-bautizar su producto, entre los nombres encontramos “longaniza asturiana”. Ocasionalmente encontramos longanizas de pollo para quienes creen que pueden disfrutar con un poco menos de calorías.

El siguiente embutido yucateco es el famosísimo “jamón crudo”, su nombre se debe a que no puede consumirse sin cocinar (caso similar a un plátano macho). Es un embutido hecho a base de pastas cárnicas de ave y cerdo y pequeños trozos de carne de este último. Ahumado, alcanzaba una cubierta característica que le hacía más resistente. Por su poco contenido en agua y otros elementos que acortasen su caducidad, el “jamón” soportaba un tiempo relativamente largo en el aparador sin necesidad de refrigerar, incluso ya “pasado” era comible pues solía freírse y su sabor rancio era imperceptible. El jamón crudo se vende oficialmente como jamón ahumado aunque tanto las amas de casa como los comerciantes usan su nombre coloquial, cayendo en la ignorancia aquel que le llame “ahumado” o recibiendo a cambio un buen trozo de costoso jamón de pavo.

Lo produjo en sus inicios la desaparecida empacadora “Boyancé”, entonces ubicada sobre la calle 57 y se vendía en el Mercado Lucas de Gálvez o en los alrededores, sobre todo las tiendas de la calle 67; nació ante la demanda de ingredientes para el novedoso “potaje”. El jamón, a pesar de ser barato, sólo se fabrica y se comercializa en la Península y en pocas tiendas de autoservicio, predominando su venta en expendios populares o carnicerías; actualmente lo producen las dos principales empacadoras del Estado: Noreña, con un sabor más seco y más carne, e Industrias Alimentarias del Sureste (IASSA), de consistencia más firme y rendidor. Sólo comentar que IASSA fue adquirida el año pasado por la nacional Sigma (empacadora de Fud) que no ha mostrado interés en expandir los horizontes del tan singular producto.

El jamón crudo es imprescindible para el potaje, no concibiéndose el platillo sin él; simplemente no sabría a potaje. Los frijoles charros hechos en Yucatán también son preparados con este jamón, alcanzando un toque muy regional. Menos popular aunque igual de exquisito es el mondongo a la andaluza, singular versión de los “callos” pero respetando sus orígenes en el “kabik”, que contiene el embutido. Es además parte importante en las recetas caseras del paté “Milán” (hecho con carne de cerdo, res, tocino, queso deysi, galletas de soda, especias, aderezos y por supuesto el jamón crudo) y su variante cocida “confeti”; también ha recibido buena acogida en los picadillos y moliendas para rellenar.

Finalmente comentaremos sobre el que goza de menos popularidad: la mortadela roja. Este embutido nació para ocupar el lugar de honor en los emparedados yucatecos; de antaño eran famosas las tortas de francés caliente con mortadela y queso amarillo, un tanto de aderezo en el mejor de los casos y una buena carga de chiles jalapeños, bocadillo muy similar a las populares tortas “marielenas” que en realidad nunca fueron novedosas.

Su bajo precio la hizo omnipresente en las mesas yucatecas de cualquier estrato social, es preparada con pastas cárnicas, harina y una buena cantidad de condimento; suele llevan granos de pimienta enteros y resiste de forma espectacular la temperatura ambiente, incluso empacada al alto vacío puede estibarse en los anaqueles sin necesidad de refrigerar. Era común ver colgados en las tiendas y carnicerías el cilindro de jamón crudo y el de mortadela. Por su color rojo y la receta original europea de la mortadela, era cariñosamente llamada “mortadela de caballo”.

Tomando en cuenta que nunca fue parte indispensable para platillo alguno y que los bocadillos de antaño eran principalmente fritangas de maíz, con la llegada de las empresas nacionales el gusto por la mortadela local cedió paso a las bolonias y pasteles de carne, sin embargo su receta fue la base para los modestamente populares pasteles locales (mosaico y pimiento), conservando ambos un sabor muy similar.

La “mortadela de caballo” tiene un gusto muy particular y su fácil producción y comercialización ha conseguido que empresas del resto del país comiencen a fabricarla aunque en Yucatán su preferencia no ha dado signos de mejoría, limitando su consumo a las botanas y por uno que otro lunchero fiel. N.R.A.A.

7 comentarios:

  1. ¡Quiero francés calentito con mortadela! Narcés me vas a hacer llorar o morir del antojo!!!

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    1. Mi papá era dueño de la Panificadora Porteña en Mejorada, junto al Cine Alcázar. Cuando sacaba el francés calientito (3 veces al día), cortaba unos trozos de Mortadela Boyancés (con grasita), queso Daisy y un par de chiles jalapeños, sacaba mi Pepsi o un Soldado de Chocolate y ¡a darme un atracón inolvidable! De esto hace más de 60 años (tengo 73) y aún añoro esos sabores ya desaparecidos e inolvidables.

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  2. Excelente artículo,recuerdo cuando niño unos albañiles que trabajaban en casa de mi abuela me ofrecieron la mortadela roja, apenas la mordi, el sabor de la pimienta negra me hizo ser fanático de ella.

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  3. Excelente artículo,recuerdo cuando niño unos albañiles que trabajaban en casa de mi abuela me ofrecieron la mortadela roja, apenas la mordi, el sabor de la pimienta negra me hizo ser fanático de ella.

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  4. Este blog es super entretenido, me encanta los sabores de antaño. Los extraño mucho para mi el queso deysi ha desaparecido en cuanto a sabor origiinal, toda una pena.

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  5. Excelente información...tradición y cultura pura!. Que vengan más memorias por favor!!

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  6. Todo delicioso y mejor si es parte de nuestras comidas o inventos familiares

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